sábado, 8 de septiembre de 2012

EXAMEN DE COMPRENSIÓN LECTORA

Aqui dejo tres enlaces listos para imprimir pruebas de comprensión lectora: EL ECLIPSE NIÑOS SABIOS EL NIÑO PEQUEÑO EL RÓTULO

A LA PATRIA

A LA PATRIA MANUEL ACUÑA Ante el recuerdo bendito de aquella noche sagrada en que la patria alherrojada rompió al fin su esclavitud; ante la dulce memoria de aquella hora y de aquel día, yo siento que en el alma mía canta algo como un laúd. Yo siento que brota en flores el huerto de mi ternura, que tiembla entre su espesura la estrofa de una canción; y al sonoroso y ardiente murmurar de cada nota, siendo algo grande que brota dentro de mi corazón. ¡Bendita noche de gloria que así mi espíritu agitas, bendita entre benditas noche de la libertad! Hora del triunfo en que el pueblo vio al fin en su omnipotencia, al sol de la independencia rompiendo la oscuridad. Yo te amo... y al acercarme ante este altar de victoria donde la patria y la historia contemplan nuestro placer, yo vengo a unir al tributo que en darte el pueblo se afana mi canto de mexicana, mi corazón de mujer.

viernes, 7 de septiembre de 2012

RECOPILACIÓN DE CUENTOS HISPANOAMERICANOS

El cholo que se vengó Demetrio Aguilera Malta -Tei amao como naide ¿sabes vos? Por ti mci hecho marinero y hei viajao por otras tierras... Por ti hei estao a punto a ser criminal y hasta hei abandonao a mi pobre vieja: por ti que me habís cngañao y te habís burlao e mi... Pero mei vengao: todo lo que te pasó ya lo sabía yo dende antes. ¡Por eso te dejé ir con ese borracho que hoi te alimenta con golpes a vos y a tus hijos! La playa se cubría de espuma. Allí el mar azotaba con furor, y las olas enormes caían, como peces multicolores sobre las piedras. Andrea lo escuchaba en silencio. -Si hubiera sío otro... ¡Ah!... Lo hubiera desafiao ar machete a Andrés y lo hubiera matao... Pero no. Er no tenía la curpa. La única curpable eras vos que me habías engañao. Y tú eras la única que debía sufrir así como hei sufrió yo... Una ola como raya inmensa y transparente cayó a sus pies interrumpiéndole. El mar lanzaba gritos ensordesedores. Para oír a Melquíades ella había tenido que acercársele mucho. Por otra parte el frío... -¿Te acordás de cómo pasó? Yo, lo mesmo que si juera ayer. Tábamos chicos; nos habíamos criao juntitos. Tenía que ser lo que jué. ¿Te acordás? Nos palabriamos, nos íbamos a casar... De repente me llaman pa trabaja en la barsa e don Guayamabe. Y yo, que quería plata, mejuí. Tú hasta lloraste creo. Pasó un mes. Yo andaba po er Guayas, con una madera, contento e regresar pronto... Y entonces me lo dijo er Badulaque: vos te habías largao con Andrés. No se sabía nada e ti. ¿Te acordás? El frío era más fuerte. La tarde más oscura. El mar empezaba a calmarse. Las olas llegaban a desmayar suavemente en la orilla. A lo lejos asomaba una vela de balandra. -Sentí pena y coraje. Hubiera querido matarlo a ér. Pero después vi que lo mejor era vengarme: yo conocía a Andrés. Sabía que con ér sólo te esperaban er palo y la miseria. Así que er sería mejor quien me vengaría... ¿Después? Hei trabajao mucho, muchísimo. Nuei querido saber más de vos. Hei visitao muchas ciudades; hei conocido muchas mujeres. Sólo hace un mes me ije: ¡anda a ver tu obra! El sol se ocultaba tras los manglares verdinegros. Sus rayos fantásticos danzaban sobre el cuerpo de la chola dándole colores raros. Las piedras parecían coger vida. El mar se dijera una llanura de flores polícromas. -Tei hallao cambiada ¿sabes vos? Estás fea; estás flaca, andas sucia. Ya no vales pa nada. Solo tienes que sufrir viendo como te hubiera ido conmigo y como estás ahora ¿sabes vos? Y andavete que ya tu marido ha destar esperando la merienda, andavete que sino tendrás hoi una paliza... La vela de la balandra crecía. Unos alcatraces cruzaban lentamente por el cielo. El mar estaba tranquilo y callado y una sonrisa extraña plegaba los labios del cholo que se vengó. EL SOMBRERO BLANCO Perla Díaz Velazco El sonido incesante del tren, ensordecedor y repetitivo me arrullaba. Llega un momento en que uno deja de escuchar cuando hay tanto ruido, hasta que se nulifica y se convierte en una música de fondo… Durante la primera parte de la travesía estuve solo, fueron 6 horas en las que dormí a pierna suelta; sé que ronco porque yo mismo me he despertado, entonces estar solo me dio la confianza de dormir sin penas y sin sobresaltos. Estaba cansado. Las dos semanas anteriores las había pasado en misiones en Veracruz, que se había inundado por un huracán; como sacerdote, pude haberme quedado con mi labor de confesión únicamente, pero no soy una persona que se pueda quedar sentado, así que estuve ayudando, dando un par de brazos, todavía fuertes, y eso, a mi edad, ya cansa. Pasada la crisis, iba de regreso, y la verdad sea dicha, fue una bendición estar solo en ese pequeño cuarto que servía de camarote para los viajeros fatigados. Entre sueño y sueño pensaba si las casualidades pueden nutrir nuestras vidas, y si todo eso era a lo que, obstinadamente, llamábamos Dios. Y por lo tanto, si mi propia vida tenía el sentido que yo insistía en darle. En la llegada a Puebla mi descanso se vio interrumpido. Un anciano se asomó por la ventana interior del ferrocarril, me miró con recelo y luego entró sin llamar. -Buen día- dijo con voz ronca. -Buen día- contesté yo, enderezándome a mi pesar. EL hombre vestía con un traje que evidenciaba su posición social. El sombrero blanco que llevaba, calculé, podía costar más que todo lo que yo pudiera traer conmigo. Se sentó colocando el sombrero a un lado, me miró de frente y noté cierto reto en sus ojos. -¿Va a México? -Sí- dije. -Yo también. Es sacerdote.- afirmó. -Sí- contesté sin darle importancia al tono de su voz. Me miró de arriba abajo y desvió su mirada hacia el paisaje que pasaba veloz atrás de la ventana. Así pasaron dos horas de incómodo silencio, hasta que el anciano volvió a dirigirme la palabra. -Yo soy general. -¡Ah!- exclamé sin inmutarme. Silencio nuevamente, luego clavó sus ojos en los míos. -Fui general en tiempos de Calles… Comprendí en ese momento la situación. Era un general que luchó contra los Cristeros; estaba sentado frente a un asesino de sacerdotes. Sentí cómo se me crispó la quijada y fui yo el que desvió esta vez la mirada hacia la ventana. Otra hora de silencio, cada segundo más incómodo. -¿Y… duerme tranquilo?- rompí el silencio. El hombre me miró sorprendido. -No soy un asesino… -¿No?- le contesté incrédulo y sin ironía en mi voz. -¡No!- repuso tajante- sólo he cumplido con el papel que me fue impuesto. -Y que usted aceptó. -Alguien debía hacerlo; y lo hice lo mejor que pude. En ese momento noté que el anciano, aunque de manera recia, trataba de justificar sus propias acciones; me pregunté si influía en algo mi profesión. -Comencé muy joven- empezó a narrar, no estoy seguro si para mí o para sí mismo, pues rara vez me miró a lo largo del resto del viaje. Hablaba por pausas, dejando silencios de minutos, y en ocasiones hasta de horas entre comentario y comentario. -Nací en un pueblo donde la religión es parte fundamental de la vida, tenía tres tíos sacerdotes y cuatro religiosas. Ahí se mama la fe en Dios, no es que la gente se pregunte nada; se nace con ella. ¿Estaba diciéndome que él creía en Dios? Me pregunté en silencio. -Mis padres me dieron estudios, y cuando hubo que poner orden, no fue difícil conseguir un buen lugar en el gobierno; luego, las cosas comenzaron a ponerse feas. Calles no se andaba con tarugadas, había que hacer que las cosas anduvieran derechas, y yo estaba ahí, no había para dónde hacerse. Además, los hijos de puta que mandaban de la capital, esos si no tenían madre, hubiera sido peor, mucho peor. El hombre estaba hundido en sus recuerdos. -Sí, es cierto, hubieron cosas, encrucijadas, un chingo de muertos, todos esos que cada noche, al cerrar los ojos, me acompañan. -Muchas veces me pregunté por qué Dios me puso ahí, soy un hombre fuerte, pero jamás pensé que tuviera que derramar a mi propia sangre por cumplir… -“No hay autoridad que no venga de Dios”- pensé en voz alta, él me miró con brillo en los ojos y dijo con presteza. -Romanos 13, 1. “No tendrías ningún poder sobre mí si no lo hubieras recibido de lo alto” Juan 19, 11. Me pregunté cuántos años habría buscado en la Biblia la manera de justificar sus actos y sus decisiones. -Muchas veces arriesgué todo, hasta los huevos- rió- ¿y sabe qué me salvó? Lo miré interrogante. Él palmeó el sombrero que tenía al lado. -¿El sombrero?- dije sorprendido. -Las cosas no son lo que aparentan; este sombrero blanco fue mi salvo conducto en las balaceras. Al frente de todos los regimientos que venían de la capital fui siempre yo. Pero me pregunto, ¿no todos somos hijos de Dios?, ¿entonces?, ¿qué es más pecado?, ¿matar a tu sangre o derramar sangre desconocida? Reconocí el camino de llegada a la capital, como hacía un rato que estaba callado, me levanté tratando de respetar sus pensamientos, fui a orinar. Al regresar el hombre parecía dormitar. Llegamos a la terminal. Entonces me atreví a tocarle el hombro. -Ya llegamos. ¿No va a bajar? Él cayó hacia un lado. En silencio, lo recosté, cerré completamente sus ojos y le di la extremaunción. Esa noche, en la soledad de mi cuarto comprendí que no había casualidades. Dios unió a ese general conmigo, para darnos una respuesta a ambos, para abrir nuestro camino hacia la luz. Debía faltar poco para amanecer, hacia mucho frío en aquel desierto que por vergüenza, no aparecía con su nombre en ningún mapa; Elena, tirada boca arriba en la arena helada, miraba hacia el infinito, tratando (casi sin lograrlo), de mover sus dedos entumidos para apartar el cabello que cubría sus ojos…quería poder ver las estrellas que se desvanecían, el cielo completo, quería ver a Dios completo. “¿Donde estás?” Pensaba… No podía hablar, tenia la garganta hinchada por haber llorado sin gritos. “¿Me vas a dejar morir aquí? … Quiero ver a mis hijos otra vez… Esto es un castigo?”... El grupo de personas con el que salió de la frontera, se había desbaratado con la persecución de la patrulla. Vio correr a hombres uniformados de rostros similares a los perseguidos, golpeando e insultando a los que lograban alcanzar, ella y otro, habían caído en un agujero tratando de ponerse a salvo. Ahí estaba, inmóvil, casi sin respirar para no ser vista. Ya habían pasado muchas horas y no escuchaba ni un solo ruido, trató de incorporarse, y al apoyar su mano sobre la arena tocó otra mano fría, inmóvil, tiesa…era la del muchacho de catorce años que había viajado desde el Ecuador para ver a su mamá, el quería llegar hasta Canadá. Lo reconoció cuando los primeros rayos del sol comenzaron a iluminar aquel desierto que siempre estaba triste… Elena se arrodilló, y comenzó a hacer una oración por la mamá del muchacho, le arrancó el rosario del cuello, se lo metió en la boca muerta y le cerró los ojos. “En los primeros catorce años de vida, la palabra que mas se pronuncia es: “Mamá” debe ser horrible no estar ahí para escucharla”. Era parte de aquella oración a Dios que se fue tornando en quejas al cielo abierto.... “¿Cómo se sobrevive con el alma dividida por fronteras?” Susurraba Elena entre sollozos enojados, cortitos, que le cortaban el pecho como pequeños cuchillos. “¿Como se sobrevive sin poder mirar todos los días a tus hijos? … ¿Por qué no se puede vivir cuando tus hijos lloran de hambre? ¿Cómo se vive en un país donde nunca se puede encontrar empleo? ¿Cómo demonios se sobrevive en países donde el secuestro, la corrupción, los asesinatos, las violaciones a los derechos humanos son el pan nuestro de cada día?” ¡Contéstame! ... EL DESIERTO Yolanda Chávez El desierto conmovido, levantó un poco de polvo para acariciar la cara de Elena, quería consolarla; Cuantas veces había escuchado esas oraciones- reclamos. Cuantos cuerpos de madres, hijos, padres, hermanos…cuantos cristos guardaba en su vientre de arena, ahí se habían deshecho, ahí conoció los anhelos de pretender comer todos los días, ahí enterradas estaban las almas con conciencia que querían no solo sobrevivir ¡ellas querían vivir!, ahí estaban sepultados muchos últimos pensamientos, de vez en cuando, el desierto los dejaba asomarse convertidos en diminutas florecillas blancas debajo de los arbustos enanos. “Por lo menos dame un poco de agua” Gritaba Elena a Dios mientras escarbaba en la arena con sus manos para hacerle sepultura a los anhelos sin cuerpo. El desierto se apresuró a dejar que brotara un charquito de agua helada, fue lo bastante para beber y lavarse la cara, para retirar la arena de la nariz y de entre sus dientes, suficiente para ponerse de pie y buscar un punto que le indicara una dirección a seguir. Un destello llamó su atención a una distancia que calculó, podía llegar antes de que el sol quemara más, dio una ultima mirada al dolor de una mamá con hijo muerto, y comenzó a caminar…acompañada sin notarlo, por el desierto. “¿Y aquellos cuentos de que abriste el mar rojo, de que libraste de la esclavitud a un pueblo, de que los alimentaste en el desierto?” Elena pensaba que Dios era más bueno antes que ahora, “A Abraham le diste descendencia tanta como las estrellas del cielo, a mi por lo menos déjame ver a mis hijos otra vez… ya se que dicen que no soy una santa, pero sigo creyendo en ti, lo sabes, ¿verdad?” De pronto, el desierto la sacó de su particular oración hundiendo uno de sus pies, al tratar de no perder el equilibrio, miró hacia el norte: un trailer de compañía cervecera se acercaba a gran velocidad, Elena impulsivamente sacó la fuerza que da el coraje y la impotencia, apretó el estómago, y comenzó una loca carrera agitando las manos levantadas al cielo para que el chofer pudiera mirarla, el hombre del trailer la divisó al pie de la autopista y comenzó a disminuir la velocidad, hasta parar frente a ella. Una nube de polvo envolvió a la maltrecha Elena, el desierto quiso despedirse, la abrazó en medio de un viento arenoso donde flotaban las almas y los anhelos que se habían quedado a vivir con él. “¡Gracias, es usted un ángel !” Pudo decir Elena. “Y usted es un milagro, pocos sobreviven en este desierto” Le contestó el ángel blanco, en inglés. EL RECUERDO O LA ESPERANZA Susana Benavides Alpízar Despertó asustada buscando, más que con sus manos, con su alma el cuerpo de Fernandito, le había costado dormirlo por la tos. La puerta se había abierto con el viento, cómo le pegaba la soledad cuando se despertaba en la madrugada creyendo que había vuelto… No pudo volver a conciliar el sueño, prendió una vela a la virgen de los ángeles y se sentó en la hamaca a meditar con profunda tristeza: la vida, más bien las circunstancias, le habían arrebatado la paz. Es que apenas habían pasado diez meses y no sabía si resignarse al recuerdo o mantener la esperanza. Conoció a Ricardo siendo apenas una chiquilla, pero desde la primera vez que lo miró a los ojos se sintió mujer, fue en una fiesta patronal donde los presentaron, él era de aspecto maduro para su edad, moreno, de cejas pronunciadas y sus brazos dejaban notar el sin fin de laderas que había volcado con la pala, Dulce lo flechó con su sonrisa y con sus ojos que no necesitaban de palabras. Maduraron las caricias y la moral se desbarató un día dejando a Dulce embarazada. Unos meses atrás la noticia hubiera sido una bomba pero, para asombro de ambos, nadie le prestó mayor importancia. Por esos días habían llegado unos extranjeros gordinflones a negociar con la gente del pueblo, ofrecían cambiar fincas por casas y empleos en la ciudad, empleos de mierda, pero muchos se la creyeron, abandonando cultivos, trabajo digno y monte por un poco de suerte. Ricardo le insistió a su padre que se quedaran, se enojaron, su madre tuvo que intervenir para que aquello no terminara en golpes, pero nada pudo hacer para que el cerrado de su esposo cayera en cuenta. La pareja de viejos se fue con un montón de familias que se creían pobres a convertirse en pobres de verdad. El problema en el pueblo surgió meses después, cuando el monocultivo de los gordinflones empezó a afectar a los que se quedaron. Los comerciantes prefirieron los precios bajos de éstos, dejando al resto comiéndose sus papas o trabajando para los misters por salarios de limosna. Ricardo empezó un alboroto, tomó primero la opinión del sacerdote, quien le aseguró que organizarse para defender a su gente no era ningún pecado. Se reunió con los vecinos dispuestos a reclamar. Poco duró la iniciativa, rapidito llegaron amenazas anónimas de acabar con quienes buscaran derechos. La mayoría dejó de asistir a los encuentros que se convirtieron en furtivos. La mañana de la desaparición Dulce le besó la frente y mientras lo persignaba le dijo con ternura: “Ricardo, hoy cumple un año Fernandito, llegue temprano pa’ que comamos juntos”. Qué iba a saber él que no volvería, le asintió mientras le apretaba la sonrisa con un beso. LAS VÍRGENES FEAS Lidoly Chávez Guerra La Manuela había espachurrado ajo toda la mañana, así que de la cocina salía un olor envolvente que yo sabía le iba a durar en los dedos por lo menos tres días. La vi llenar un cuenco de ajos machacados, y luego otro y otro, y no me alarmaba mientras pensaba que era para la sopa. Pero cuando vi a la Manuela caminar al cantero y amasar el ajo con tierra húmeda en un cazo, le dije «ah, ahora sí que vos estas soreca, tata ¿vamos a comer suelo aliñado?». «No juegues», me dijo, «que ahorita cuando se nos acabe la poca tortilla que queda, voy a pensar en unos tamalitos de barro», y se rió. A mí siempre me gustaba aquella risa linda de la Manuela, como si no le tuviera miedo a nada en el mundo. «Ven», me llamó, «¿ves cómo espanta a los zompopos?». Yo no veía nada, pero ella decía que por tanto zompopero hacía tiempo que no teníamos flores. El ajo es bueno, dijo. La miraba, día tras día, velar el cantero. Se acercaba con la puntita del cuchillo a ver si había brotado algún retoño, pero en vano. La tierra estaba muerta y los zompopos seguían su pachanga como si nada. Una mañana, antes de que saliera el sol, la Manuela me tiró de la cama. Andate, dijo, que vamos adonde la virgen, y le vi el rosario entre los dedos. Se puso una mantilla blanca y el único vestidito decente que usaba para ir a Coatepeque. Pensé que algo malo había pasado, pero no me atreví a preguntarle una palabra. Trataba, por mi parte, de descubrirle algún gesto revelador por entre los pliegues casi azulosos del tul. De la iglesia siempre me sorprendía el contraste entre el bullicio de los vendedores de estampas o velas, y aquel silencio de espanto en la nave. Manuela caminaba con paso firme y de vez en cuando se persignaba frente a las imágenes. Me jalaba por el brazo y mi impulso la chocaba cuando se detenía en seco. «¡La cruz!», me susurró finalmente. Entonces empecé a imitarla y hacía como si me agachara frente a las santas. Llegó a un banquillo y yo me arrodillé junto a ella. La oía murmurando cerca de mí aquellos rezos que aún hoy me pregunto qué podrían haber dicho. «Cierra los ojos», me dijo primero, y luego «¡Vamos ya!». La seguí casi a las carreras. Traté de igualar mi paso corto a su estilo distinguido y su frente en alto, pero estaba aún demasiado expuesta a los asombros. «Flores, señoritas», insistió un hombre interrumpiendo el paso. «Ya tenemos, gracias», dijo Manuela, y solo entonces vi el ramo enorme de dalias que llevaba en la mano contraria.¿De dónde las había sacado? «Ma, seguro que es pecado robarle las flores a la virgen». Ella no contestó. Yo no sabía si poner cara pícara, como que habíamos hecho una travesura, o un gesto grave de consternación. Yo no quería que la virgen me castigara por la complicidad en el delito. Pero descubrí a unos cuilios cerca de la esquina y temí, porque la virgen estaba demasiado lejos para condenarme, y aquellos tenían unos cañonotes largos colgados al hombro. Yo miré a la Manuela, y la mirada pétrea, de una dureza impenetrable, avanzaba de prisa rasgando el aire. Los cuilios le silbaron y le dijeron groserías. No las entendía, pero había aprendido a distinguirlas por el tono. Era de las primeras enseñanzas que nos inculcaban a las nenas. Manuela siguió, y yo me puse muy nerviosa, pensé que nos iban a prender por robarle las flores a una santa. «Anda, deprisa», dijo Manuela y no paramos hasta la casa. Entonces la vi desparramar el mazo en pequeños ramilletes. Allí, sobre los anaqueles del armario viejo, existía un altar que nunca había imaginado. Una veintena de estampas, amarillas ya, descansaban junto a vasijas con flores secas. Me acerqué, detallé los rostros del panteón de la Manuela. No eran ángeles nevados los que estaban ahí, mirando desde el cartón. No, como la Santa Rita, de nariz filosa y ojos azules, o la inmaculada Santa Liduvina, que yo había visto en una cartilla de Semana Santa, todas cheles y bellas y limpias, con los mantones brocados hasta el piso. En aquellas postales las vírgenes reían a veces, o miraban tristes así, a la nada. Una tocaba guitarra, y otra estaba vestida de militar, con botas de hombre y un fusil contra el piso. Eran indígenas, o gordas, o rugosas, como la tierra seca que no quería florecer. La Manuela cambió con ternura el agua de los vasos, acomodó los nuevos ramilletes junto a sus santas, les conversó y lloró como niña junto a ellas. Tomó algunas estampas en sus manos y mencionaba nombres, como si hubieran sido sus hermanas, más que yo. Un día tras otro la vi traer flores. A veces lo hacía sin mí. Su altar se poblaba cada vez más con nuevas caras. En ocasiones eran casi cipotas. «No podemos sufrir más», la oí decir, y algo como «lucha» o «guerrita» o «guerrilla». Y era tanta la fuerza, o… no sé… la fe tan grande que depositaba en esas extrañas oraciones, de las que nunca había oído en misa, que estuve segura de que alguna vez, alguna de esas muchas santas manchadas, la iba a oír. ALMAS CON OLOR A CEBOLLA Cecilia COURTOISIE NIN Esta mujer tiene algo especial en las manos. Sus dedos gruesos hablan. Sus uñas negras, los nudillos apenas deformados. La resequedad de la piel. Aprieta el cuchillo entre los dedos y corta la zanahoria casi sin esfuerzo. Pedazos chiquitos para la sopa. Calabaza, puerro, cebolla. Bandejitas de verdura en juliana. Buen día ¿me da una banana? ¿una sola? Sí. Dos pesos. ¿Dos pesos? Por unidad es más caro. Bueno. ¿Algo más va a llevar? No, nada más, gracias. Detrás de la expresión seria, un dolor atrasado. El estómago oprimido se oculta bajo la redondez del cuerpo. Cuerpo cansado. Lento. Lejos quedaron los días de críos en la espalda. De palabras crueles de gente igual, pero con otra vida. Lejos, pero más presente que nunca. Los anhelos se arrancan de los azotes recibidos, los sueños deformados por lágrimas imperceptibles. Inaceptables. El pecho que se incendia con la naturalidad del aire y trasmite en esa fuerza, generación tras generación, el sabio sigilo de la lucha imperecedera. La victoria descalza deja huellas en la planta del pie. La angustia en silencio. El silencio que asume la rabia del otro, la absurda intolerancia. Los huesos sufren, pero se callan. ¡Deja las ciruelas quietas! Gabriel, vigila a tu hermano. ¿Qué le doy, señor? ¿un kilo? Los zapallitos dos kilos cinco pesos. Un kilo, tres. ¡Gabriel, vigila a tu hermano te he dicho! El brócoli se lo dejo dos con cincuenta porque no vino bueno. ¡Quita tu mano de allí te he dicho! ¡Gabriel! El tomate de oferta se ha acabado, tiene esos a cuatro pesos. ¡Gabriel! Muchos siglos esperando la esperanza. Con la esperanza a cuestas se sueña distinto, se lucha distinto, la dignidad es posible. El día empieza mucho antes si se hacen trámites. Filas eternas de personas que acampan, en busca de un sueño deseado por obligación. Dejar de pertenecer para ser de otra parte. Colas inacabables por una identidad legal. Prueba indeleble del exilio. Madrugadas enteras desperdiciadas en un papel. Punto de partida de una aparente vida nueva. Sudamérica, hermanos latinoamericanos. Buenos Aires, la utopía disfrazada de anhelos tangibles. Sábanas limpias, un trabajo digno. ¿Digno de quién? ¡Sudamérica! ¿hermanos latinoamericanos? La Patria Grande. Falta la partida de nacimiento. Pero yo he traído todo. Todo no, le falta la partida legalizada en su país de origen. Pero yo he traído todo lo que me han dicho ustedes. ¿No entiende lo que le digo, señora? Falta la partida legalizada. A ver, ¿de dónde es usted? ¿y tiene familia allá? Bueno, mándeles la partida para que le hagan el trámite y vuelva otro día. Ya vine cinco veces. ¡Le falta la partida, señora! Vuelva otro día, hoy no puedo hacer nada. Otra vez el silencio. Las manos de esta mujer tienen algo. Hablan. Cuentan su historia. Llega a casa cuando la noche está avanzada, con sus hijos de las manos. El más pequeño quizás en brazos. Abierta al reencuentro que la espera puertas adentro, donde todo está en calma. La familia unida, por el exilio, por la historia compartida, por el porvenir que están creando. La familia toda, completa, los que ya están, los que van llegando. La esperanza contenida en los sabores que pasan de mano en mano, hombres y mujeres, núcleo inseparable, inquebrantable. El aroma de los otros que allá están, que son pero no son. Desconocidos de la misma raza, humanos, seres que explotan de vida, de angustia, de anécdotas que son distintas y tan iguales. Rituales que son de todos y que ellos se llevaron a otra parte. Rituales compartidos a la distancia con aquellos que aún luchan en la tierra que los trajo. Pacha al rojo vivo que guarda en frasquitos los vientos huracanados. Puertas adentro el alma se reconstruye, se comprende. Puertas adentro de casa, y del país que una vez fue nuevo. LENTO, PERO POSIBLE Adriana Raíces “Lento, pero posible”, pensó. Y fue como si pensara por primera vez. La frase parecía estallar desde el fondo de su cráneo. Afuera, a verdeoliva iban tornando los golpazos. Mara no sabía decir lo que pensaba. Ni sabía que pensamos con palabras, porque ella pensaba con imágenes nomás. Pensaba como fotos: cerros, mamá muerta, chañar, tren, aborto, polvareda, esa casa de lata en la que andaba ahora rebotando a manotazos y un parto, otro parto y otro. Todo como fotos revueltas. Si alguien le hubiera preguntado por un recuerdo feliz, ella habría respondido con imágenes: El día que le trajeron al Jonathan en el hospital y se lo pusieron sobre el pecho, la mañana en que llevó a Sabri de blanco y moños al colegio, la noche que Ramón le puso la mano entre las piernas… Pero ahora las fotos estaban como ajadas. Mara no sabía en qué momento todo había empezado a volverse así de triste. Si había sido por lo del trabajo de Ramón, que se quedó tan en la calle de repente. O cuando la sudestada se llevó la casilla y hubo que sacarla del río. O si fue después de serpear desbaratada con un hijo hervido en fiebre entre los pasillos del barrio por donde la ambulancia no entra. O cuando el primer empujón, el día ese en que el vino le envenenó el carácter a su hombre para siempre. Mara no sabía si era suya la culpa. Algunas veces pensaba que sí. Que era ella la que contagiaba todo de tristeza. Porque había nacido con la amargura puesta y no había manera de quitársela. Y hasta soñaba con un montón de hilos que le enredaban el cuerpo y una mano gigante que le tapaba la cara. Entonces quería avisar pero no podía porque se olvidaba todas las palabras y tenía que gritar con señas. Un día se lo dijo a su vecina: “Rosa, me estoy volviendo invisible y muda.” Ahí, Rosa le vio que tenía los ojos como si se los hubieran picado bichos y también vio las marcas en la cara y el arañón del cuello. Y como ella tampoco sabía decir lo que pensaba, pateó el piso del patio y la sentó en una silla mientras buscaba las palabras. “Tenemos que conseguir que escuchen lo que no sabemos decir, Mara”, encontró por fin. Mara no sabía que las palabras eran tantas. Cada vez que sus hijos le mostraban los cuadernos, ella seguía los dibujos de las letras con los dedos acordándose de todas las veces que había faltado a la escuela por quedarse barriendo el rancho, limpiando las ollas, corriendo las cabras, amasando tortillas. “¿Serían menos las palabras cuando yo era chica”, se preguntaba. “¿Serían menos en mi pueblo?” Porque ella sabía escribir tan pocas! Su nombre, apenas y tan torcido que le daba vergüenza y algunas palabras más que nunca le habían servido para nada: pato, martes, mango, barca… “¿Cómo se escribirá lo que yo pienso?”, se preguntaba. “¿Cómo será poner en una hoja que el frío es blanco y muerde? ¿Se puede escribir el olor de la ropa que acabo de lavar? ¿Con qué letra va el ruido de los pies en el barro y el soplido de Ramón que sube y baja mientras duerme?”. “¿Cómo escribo el tren que me trajo hasta esta vida?”. Mara no sabía que había otras como ella que andaban buscando lo justo. Un día escuchó a una comadre que vino desde Bolivia a hablarles de un Movimiento de Mujeres. Que se juntaban con otros grupos para hacerse escuchar y se encontraban en un bar llamado Virgen de los deseos. Y decía las palabras “exclusión” y “dominio” y “violencia”. Y Mara no entendió demasiado pero se quedó mucho rato pensando que nunca había pensado el deseo. Mara supo que por ahí andaba la cosa. Lo veía bien clarito en los ojos de las otras. Si no lograban romper ese silencio que les venía del fondo de los siglos, estarían invisibles para siempre. La noche anterior, Ramón había vuelto a la casa más áspero que nunca y le había puesto la cara como bolsa. Porque sí o de puro desamparo. Por algo que ni él sabía y ella tenía que aguantar. En ese momento, Mara pensó un cuchillo que estaba arriba de la mesa y se sintió condenada. Cuando llegó al Comedor donde una maestra muy joven enseñaba a escribir tres veces por semana, en seguida le dieron una hoja, y le dieron un lápiz, y la pusieron a hacer unos dibujos que terminaban en letras. La cara le dolía ahí donde se le había juntado la sangre en un charquito negro verde. Pero cuando se puso en la boca el gusto de la madera del lápiz, le pareció que dolía menos. A poco pidió que le enseñaran las palabras que más ganas tenía de decir: mujer, abrazo, hijos, compañero, ayudar, abuso, rabia. Y la más difícil de todas: deseo. Mientras dibujaba una letra tras otra, sudando ríos y desenredándose los dedos, “Lento, pero posible”, pensó. Y fue como si pensara por primera vez. ESO SÍ Pedro Alberto Zubizarreta El Cholito se muere. El Cholito se va. La enfermedad lo atraviesa de lado a lado. Cinco años tiene. Cinco escasos años y la vida ya lo quiere dejar. Ahora no sufre. Ahora no. Está medio dormido, eso sí. Es por la medicación que le dan los doctores para sacarle el dolor. Junto a la cama del Cholito están los padres derramando lágrimas que se abrazan y corren juntas. El Cholito tiene la panza hinchada y le cuesta respirar. Cuando el Cholito empezó con el dolor en la pierna les dijeron que no era nada. Varios médicos lo miraron. Lo miraron un poco por encima, eso sí. Pero qué puede uno hacer, si los hospitales están sin recursos y el papá del Cholito perdió la seguridad social cuando se quedó sin trabajo. Lo llevaron a un médico privado, que sólo lo atendió cuando reunieron el dinero para pagar la consulta por adelantado. El médico privado tampoco lo examinó demasiado. Diagnosticó “dolores del crecimiento”, eso sí. Todo crecimiento va acompañado de dolor, todos menos justamente el que aludía el facultativo. El crecimiento de los huesos no duele. Pero qué puede saber un padre que apenas completó tres años de la enseñanza primaria. Qué le puede exigir a un médico que pasó por una universidad y salió de ella más miope y egoísta que cuando entró. Nada, sólo agacha la cabeza y acepta. Aunque el Cholo se haya seguido quejando, sin poder dormir a la noche, eso sí. El tiempo fue pasando y el dolor en aumento, acompañado por hinchazón en la rodilla. Artritis, les dijeron. El “güesero” del pueblo le quiso acomodar la rodilla, pero se le fracturó el fémur en el intento. Entonces llegó el momento de viajar a la gran ciudad. El Cholito en un grito con cada cimbronazo del autobús. El viaje largo. La llegada a Buenos Aires, con su multitud anónima hirviendo en la Terminal de Ómnibus. Finalmente llevaron al Cholo al Hospital grande. Los médicos estaban serios, mirando placas radiográficas de la rodilla y del tórax. Le practicaron una biopsia. Después vino un médico a hablarles de la enfermedad, que era maligna y se había desparramado por los pulmones. No respondió al tratamiento de quimioterapia y el Cholo empeoró. La pierna se hinchó como un zapallo. Cholo, Cholito, no te morís solamente de cáncer, también te morís de analfabetismo, de miseria, de desnutrición, de marginalidad. Te morís de injusticia. Te morís de deuda externa. Te morís de anonimato. Te morís de tan pequeño. Te morís aplastado en las vías del desarrollo. Te morís de intereses ajenos. Te morís de extremo sur. Te morís, eso sí.

VIDEOS: MOVIMIENTOS LITERARIOS 3° AÑO

Éstos video me han sido de utilidad para conocer mas sobre los movimientos literarios: ¿QUÉ ES LA POESÍA? BARROCO: ROMANTICISMO: MODERNISMO: CONTEMPORANEA:

LIBRO: LETRAS PARA ARMAR POEMAS

Utiles dinámicas y actividades para realizar poemas copn los alumnos... LETRAS PARA ARMAR POEMAS

DINAMICA PARA TUTORIA

TÉCNICA DE VALORES ENCUENTRA AL COMPAÑERO/A QUE: NOMBRE 1 Toque un instrumento musical. ______________ 2.Practique algún deporte. _______________ 3.Haya leído un libro en los últimos 15 días. ______________ 4.Haya ido a la playa en verano. ______________ 5 Haya nacido en otro estado. ______________ 6. Quiera ser profesor. ______________ 7.Tenga un perro ______________ 8.Piense que las guerras pueden evitarse. ______________ 9.Le guste contar chistes ______________ 10.Sepa hacer buenas imitaciones. ______________ 11.Su nombre empiece por S ______________ 12.Tenga ojos de color claro ______________ 13.Cumpla años en Agosto ______________ 14.Le guste venir a la escuela ______________ 15.Le gusten las matemáticas. ______________ 16. Le vaya al América ______________ 17.Le guste Justin Bieber ______________ 18.Haya plantado alguna vez un árbol. ______________ 19.Saque las mejores calificaciones ______________ 20.Sea puntual ______________